Al día siguiente, llevé las tres mantas a mi pequeño apartamento. Pensaba lavarlas y guardarlas como recuerdo. Al sacudir una con fuerza, oí un seco “¡clac!”, como si algo duro hubiera caído al suelo. Me agaché, con el corazón latiéndome con fuerza. Dentro del forro roto había una pequeña bolsa de tela marrón cosida a mano.
Con manos temblorosas, la abrí: dentro había varias cuentas de ahorro antiguas y unas cuantas onzas de oro, cuidadosamente envueltas. La suma total superaba los cien mil dólares. Me quedé sin aliento. Mamá, que había vivido toda su vida en austeridad, sin lujos, había ahorrado discretamente cada centavo, escondiendo su fortuna en esas mantas viejas.
Lloré desconsoladamente. Todas las imágenes del pasado volvieron a mi mente: los días en que vendía verduras en el mercado para ganar unas monedas, las veces que rebuscaba en su bolso para darme el dinero de la escuela. Siempre pensé que no tenía nada… pero en realidad, lo había ahorrado todo para nosotros.
Cuando revisé las otras dos mantas, encontré dos bolsas más. En total, casi trescientos mil dólares.
El Conflicto
La noticia no tardó en correr la voz. Mi hermano mayor y mi segundo hermano vinieron a mi casa una noche con el rostro endurecido.
“¿Piensas quedártelo todo?”, gritó el mayor. “Ese dinero es la herencia de mamá, ¿por qué lo escondes?”
“No lo escondí”, respondí. “Pensaba contarlo en el aniversario de su muerte. Pero recuerda: despreciabas las mantas y querías tirarlas. Si no las hubiera traído, el dinero ya no existiría.”
El segundo murmuró enojado:
“Sea como sea, es propiedad de mamá. Está dividido entre los tres; ni se te ocurra quedártelo todo.”
Guardé silencio. Sabía que el dinero debía dividirse, pero también recordaba cómo trataban a mamá. Nunca le daban nada, mientras que yo, aunque pobre, le enviaba algo cada mes. Cuando enfermaba, la cuidaba yo solo; siempre tenían excusas. Y ahora…
Las discusiones duraron varios días. El mayor incluso amenazó con demandarme.
La última carta
Al revisar de nuevo las bolsas, encontré un pequeño trozo de papel escondido en el fondo. Era la letra temblorosa de mamá:
“Estas tres mantas son para mis tres hijos.
Cualquiera que aún me quiera y recuerde mi sacrificio lo reconocerá.
El dinero no es mucho, pero quiero que vivan con rectitud y armonía.
No me entristezcas el alma en el más allá”.
Abracé el papel, llorando desconsoladamente. Mamá lo había planeado todo. Era su forma de ponernos a prueba.
Llamé a mis hermanos y, cuando llegaron, les puse la nota delante. Permanecieron en silencio, con la mirada baja. La habitación se llenó de un silencio denso, roto solo por sollozos.
Mi decisión
Les dije con calma:
“Mamá dejó esto para los tres. No me quedaré con nada. Propongo que lo dividamos a partes iguales. Pero recuerden: el dinero es importante, sí, pero lo que más quería era que viviéramos en paz”.
El mayor bajó la cabeza, con la voz ronca:
“Yo… me equivoqué. Solo pensé en el dinero y olvidé las palabras de mamá”.
El segundo, con los ojos húmedos, añadió:
“Sufrió tanto… y no pudimos agradecerle”.
Guardamos silencio un buen rato. Finalmente, acordamos dividir el dinero en tres partes iguales. Cada uno tomó la suya, en memoria de nuestra madre.
El destino de cada uno
Mi hermano mayor: Solía ser tacaño, pero después de este golpe, cambió por completo. Usaba su parte para la educación de sus hijos y visitaba la tumba de mamá todos los meses, como buscando redención.
Mi segundo hermano: Siempre impulsivo, pero la carta de mamá lo transformó. Donó parte del dinero a los pobres, “para ganar méritos para ella”, dijo.
Yo: Ahorré mi parte sin gastarla. Creé una pequeña beca en mi pueblo, en nombre de mi madre, esa mujer que en silencio dijo…