Durante la firma del divorcio, mi ex y su prometida se burlaron de mi vestido de segunda mano. “Estás atrapada en el pasado”, se burló, ofreciéndome un acuerdo de 10.000 dólares. Pensó que estaba acabada hasta que sonó el teléfono. Un abogado me informó que mi difunto tío abuelo me había dejado su imperio multimillonario… con una condición impactante.
El juzgado olía ligeramente a lejía y a desesperanza.
Allí estaba, con mi vestido de segunda mano, agarrando un bolso descolorido que había pertenecido a mi madre. Al otro lado de la mesa, mi exmarido, Mark, firmaba los papeles del divorcio; una sonrisa de satisfacción le atravesaba el rostro como una cuchilla. A su lado, su prometida —joven, elegante y reluciente con su elegante vestido de seda— se inclinó y susurró algo que lo hizo reír entre dientes.
“¿Ni siquiera te molestaste en arreglarte, Emma?”, preguntó, con un tono cargado de veneno disfrazado de encanto.
Mark no levantó la vista. “Siempre ha estado anclada en el pasado”, respondió con frialdad, tirando el bolígrafo a un lado. “Supongo que se quedará ahí”.
El abogado me entregó el último juego de papeles. Me temblaban las manos al garabatear mi nombre, poniendo fin a doce años de un matrimonio que se había convertido en una lenta quema de decepciones. El acuerdo: diez mil dólares y un silencio tan pesado que me destrozó.
Cuando salieron, su risa persistió, ligera y cruel, como un perfume inagotable. Me quedé quieto un buen rato, observando cómo se secaba la tinta junto a mi firma, dándome cuenta de que mi mundo se había derrumbado silenciosamente en aquella habitación estéril.
Entonces, vibró mi teléfono.
Un número desconocido.
Por un segundo, consideré ignorarlo. Pero algo en mi interior —quizás el instinto, quizás la desesperación— me impulsó a responder.