La habitación se quedó en silencio. Mi corazón latía con fuerza.
“¿Qué… qué quieres decir?”
Bajó la mirada, temblando.
«Anna era mi hermana».
Me tambaleé hacia atrás. Mi mente corría. ¿La chica que recordaba, aquella cuya sonrisa conservé durante cuarenta años, se había ido?
“Murió”, susurró la mujer, entre lágrimas. “Murió joven. Nuestros padres la enterraron en silencio. Pero todos decían que me parecía a ella… que hablaba como ella… que era su sombra. Cuando me encontraste en Facebook, yo… no pude resistirme. Pensaste que era ella. Y por primera vez en mi vida, alguien me miró como miraba a Anna. No quería perder eso.”
Sentí que el suelo se tambaleaba bajo mis pies. Mi «primer amor» había muerto. La mujer frente a mí no era ella: era un espejo, un fantasma que vistió los recuerdos de Anna.
Quería gritar, maldecir, exigirle que me engañara. Pero al verla, temblorosa y frágil, me di cuenta de que no era solo una mentirosa: era una mujer que había vivido toda su vida a la sombra de alguien, invisible, sin amor.
Las lágrimas me quemaban los ojos. Me dolía el pecho de dolor: por Anna, por los años robados, por la cruel jugarreta del destino.
Susurré con voz ronca:
«¿Y quién eres realmente?»
Levantó la cara, destrozada.
«Me llamo Eleanor. Y lo único que quería era… saber qué se siente al ser elegida. Solo una vez».
Esa noche, permanecí despierto a su lado, sin poder cerrar los ojos. Mi corazón se desgarraba: entre el fantasma de la chica que amaba y la mujer solitaria que le había robado el rostro.
Y me di cuenta: el amor en la vejez no siempre es un regalo. A veces, es una prueba. Una prueba cruel.